Sentados en el suelo mientras esperábamos que abrieran la puerta de embarque, observamos que la mayor parte de, por no decir todos, los pasajeros que iban a volar con nosotros a Mumbai llevaban consigo una botella de alcohol, sobretodo Jhonnie Walker. La cosa nos chocó un poco teniendo en cuenta que su religión no les deja beber… o eso dicen. Subimos al avión, acomodamos nuestras posaderas en nuestros asientos y tratamos de pillar la mejor postura para aguantar otras cinco horas más de vuelo. El despegue fue bien y disfrutamos con el paisaje.

De todas formas lo que más nos impresionó del vuelo no fueron las vistas, sino el resto de los pasajeros, casi todos hindúes, que con la idea de que iban a su país natal, olvidaban las buenas formas que tenían en Singapur y eran tan cerdos como los demás ya en el propio avión, haciéndonos entender que acataban las órdenes a pies juntillas pues sino una buena multa les calzarían en el país que dejábamos atrás.

Aterrizamos en Chennai tan suave que no supimos si habíamos tocado tierra. Esperamos a que bajaran unos pasajeros y subieran otros y entre medias, subieron unos militares que chequeaban el equipaje de mano que había en los maleteros y buscaban a sus dueños para comprobar que no había ninguna suelta.

Dos horas después llegábamos a Mumbai, de vuelta al ruido, a la contaminación, a la suciedad de las calles, a las miradas indiscretas y a un montón de atributos con los que se puede describir a un país increíble. Pero esta vez no veníamos de pardillos, ya sabíamos lo que nos íbamos a encontrar y cómo lo teníamos que afrontar. Dicen que la experiencia es un grado y los primeros quince días que pasamos en este país ya nos bastó para adquirirlo. Esta vez volvíamos con más ganas aún que la primera y bajamos directos a cambiar moneda, a pillar un taxi en un sitio oficial y a ponernos en marcha para ir a un lugar para dormir que recomendaba la guía que al final nos compramos en Singapur y en la que te explicaban lo que ver de esa ciudad India en dos días.

Quizá dos días no sean demasiados para ver una ciudad, pero para hacernos una idea de lo que era Mumbai era más que suficiente y sólo nos quedaban dieciséis días para acabar el viaje y queríamos aprovecharlo al máximo para ver unos pueblos más de Rajhastan.

Desde la primera vez que estuvimos por estos lares habían pasado tres meses y medio y se notaba el cambio de temperatura, de frescor a calor… y qué calor, como que estábamos en el desierto y se notaba y más que lo íbamos a notar cuando nos alejáramos de la costa.

El hotel que recomendaban, situado en el barrio de Colaba, estaba ocupado, de modo que nos fuimos a otro más o menos barato pero en una tercera planta que nos hacía sudar la gota gorda cada vez que subíamos.

La habitación no estaba mal, tenía los techos muy altos, ventilador y aire acondicionado.

El desayuno y la comida estaban incluidos y allí mismo, en la recepción, pillamos los billetes de autobús para ir a Udaipur, el pueblo donde se rodó la peli de James Bond “Octopussy”. La distancia era larga y las catorce horas no nos las iba a quitar nadie, de modo que compramos los billetes para por la noche en un bus que tenía dos tipos de plazas, los asientos normales y lo conocido como “sleepers”, unas camas, simples o dobles, encima de los asientos. Como salíamos por la noche no cogimos la opción del aire acondicionado pues salía bastante más caro. Pero eso serían dos días más tarde, no adelantemos aventuras.

Mumbai nos gustó, una ciudad no tan agobiante ni tan sucia como pensábamos, con grandes zonas verdes pero no por ello dejaba de estar menos contaminada que Nueva Delhi. Es la segunda ciudad más importante de la India y donde más se mueve el dinero, donde está la industria del cine, donde hay más personas ricas y su contrapunto, los “Slums”, donde la palabra “pobreza” se queda corta. En esta ciudad se hizo la película de Danny Boile “Slumdog Millionare” rodada en los suburbios de Mumbai y que creó, indirectamente y gracias a la estupidez humana, un tipo de turismo que hasta los mismos locales han, están y estarán explotando hasta la saciedad; me refiero a las visitas guiadas a estos “Slums”. Parte del turismo que llega a esta ciudad es para visitar, guiados por los propios hindúes de castas superiores, estos pozos de pobreza y salir “horrorizados” ante tal visión, llegando a sus casas diciendo: “he visto como se vive allí y es horrible, pobre gente”. En algunos de los casos no toman fotografías del interior de los Slums a modo de “respeto” pero en otros si. Y he aquí otro ejemplo de la hipocresía de la gente, tal y como sentí en Pushkar unos meses atrás. Que el turista quiera verlo para después vanagloriarse es algo que me irrita pero aún más el que alguien pueda sacar beneficio de esto. Aunque nos ofrecieron en distintas ocasiones un tour por ahí, no quisimos contribuir a tal fin. Aún así nos lo pensamos, supongo que el morbo es parte de la condición humana.

Nuestro alojamiento estaba al lado del mar, y era justo desde allí donde empezaba la visita a la ciudad.

En un extremo de un gran paseo marítimo se alzaba una puerta de tres arcos, dos laterales más pequeños que el central conocida como “Gateway Of India”.

Un sitio atestado de gente y es que empezaban las vacaciones en los colegios y este lugar era una visita típica.

Allí vimos a unos cuantos fotógrafos locales, con cámara e impresora en mano para imprimir las fotos rápidamente y venderlas in situ a los que quisieran una foto en el lugar. De ahí continuamos por unas grandes avenidas,

pasando por soportales y edificios antiguos,

parques, hoteles de fachadas preciosas,

una galería de arte, gente que iba de un lado a otro, gente vendiendo zumos de caña de azúcar,

gente tendiendo la ropa entre las farolas,

gente pidiendo o usando a sus hijos para ello, rotondas enormes con un ligero tráfico resaltado por sus coches clásicos de época que nos hizo creer que habíamos vuelto atrás en el tiempo, a los años sesenta, hasta la gente vestía de aquella guisa.

Fue un paseo fantástico que disfrutamos mucho. Siguiendo la ruta marcada en la guía llegamos a una iglesia católica o más bien una catedral, la de Santo Tomás.

En su puerta, un agente de seguridad nos sonreía al vernos entrar.

En su interior, no se estaba celebrando misa alguna pero aún así había gente rezando, sentados en los clásicos bancos de madera y en uno de ellos unas placas de metal nos informaban de que algunas personas importantes se habían sentado en alguno de esos bancos, entre ellos María Teresa de Calcuta.

De vuelta a las calles,

nos dimos cuenta de que por esa zona no circulaba ningún coche y vimos algún que otro grupo militar armado, cosa que no entendimos y que no nos gustó mucho e iniciamos nuestra segunda parte de la ruta de vuelta al hotel.

Una calle a la izquierda,


un cruce y de nuevo a la izquierda, nos llevó hasta un parque enorme, vallado y delimitado por una hilera de árboles, con una explanada muy extensa donde, entre el polvo y el calor, cientos de personas (todo varones) practicaban con acérrima pasión el deporte nacional por excelencia, el Criquet.

Cruzamos por un camino que partía en dos la zona de juego y nos maravillamos viéndoles jugar como si fuera el patio del colegio en donde todos jugábamos en el mismo campo y lo hacíamos como si fuéramos los únicos que lo hacían.

Tiramos unas cuantas fotos y regresamos al hotel justo a tiempo para comer esa comida incluida.

 

Tras dejar la habitación, esperábamos en recepción con las mochilas listas a alguien que tenía que venir a por nosotros y llevarnos a la parada de bus que partía con destino Udaipur. Llegamos a la “parada” de bus, una calle pequeña donde se hallaba la agencia de viajes justo al lado de un callejón entre dos edificios al que sólo iban a parar todas las basuras de ambos y en donde vimos la mayor congregación de ratas comedoras de mierda que hemos visto nunca.

Los pasajeros nos fuimos congregando poco a poco al lado de un árbol que hacía las veces de parada oficial de bus y una hora después de la prevista, el autocar hacía su aparición en escena. Nos dijeron en el hotel que el bus era nuevo… por los co… En la agencia nos dijeron que era el de la foto que aparecía en la fachada… foto tomada en 1960 como mínimo… supongo que en esa fecha fue nuevo. Depositamos las mochilas en el maletero trasero y subimos los nuestros (los traseros) al bus. La cabina del conductor era grande y estaba separada de la zona de pasajeros por una puerta. Detrás, estaban los asientos y encima de estos las famosas camas, a un lado simples y al otro dobles. El autobús tenía otra puerta más que separaba a los que habían pagado por aire acondicionado y los que no. Nosotros estábamos en el segundo y nuestra “cama” estaba ocupada por el sudado conductor que se estaba echando una buena siesta, que ya se podía haber metido a dormir en otro sitio en lugar de dejarnos un desagradable olor a picante-pies-sudor, un buen tres en uno para pasar en ese cubículo unas catorce horas de bus, sin aire acondicionado, con un calor en parada que hacía sudar hasta a Tania y es que en este viaje hemos descubierto cosas de nosotros mismos que no sabíamos que podíamos hacer, tener o sentir.

Y ahí estábamos, sentados en nuestra “cama” con los saco-sábanas extendidos con las ventanas abiertas, deseando que acabara ya lo que no acababa de empezar aún y es que en la India, la hora de salida de los transportes es meramente orientativa y la de llegada una verdadera incógnita.