Un pueblo de lo más tranquilo, tan tranquilo que no hay mucho que hacer.

Buscamos sitio donde quedarnos y vimos uno que era increíble, en una segunda planta, nuevo y de moderna decoración, lo malo era que no tenía puerta ni ventanas, es más, no tenía más que una sola pared, la que separaba la habitación del baño, el resto, eran unas cortinas o más bien persianas de bambú que llegaban hasta el suelo, por lo que se podía entrar sin ningún problema, pero esa no era nuestra mayor preocupación, sino los innumerables mosquitos que podían ponernos finos. La cama, a parte de parecer comodísima, no tenía mosquitera, algo que creo que es de uso casi obligado en toda esta parte de Asia, o que debería serlo. Nos dijo que no era problema que tenía las típicas espirales anti-mosquitos, pero nuestra experiencia nos decía que con tanto acceso no sería suficiente. Cada vez que un mosquito ha picado a Tania se le ha puesto esa parte de un hinchado como si le hubiese picado uno de tres kilos. En una ocasión parecía que tenía tres rodillas en la misma pierna. Así que, muy a nuestro pesar tuvimos que decir que no y coger un cuchitril en el que dormimos muy mal y en el que compartimos techo con una rata, que no vimos pero que escuchamos todas las noches y una de dos o estaba de mudanza o era una rata del tamaño de Espinete.

A la mañana siguiente bajamos a la playa con la intención de surfear un rato pero esa noche la fuerza subió considerablemente y los dos metros se quedaban cortos, más una corriente del copón que mandaba de un lado a otro a los pocos surfistas que se aventuraron a entrar. No se si fue por la rabia que me daba no poder meterme (no me gusta entrar al agua en un sitio desconocido y sin nadie conocido y en tales circunstancias), o fue por el aire acondicionado del coche pero la garganta empezó a molestarme con un ligero dolor y una flema constante, preludio de lo que iba a caerme encima.

Como no me iba a meter decidimos ir a ver uno de los templos que estaban por ahí cerca, que en realidad eran la unión de seis, Pura Rambu Siwit. Paramos a un lado de una carretera en medio de ninguna parte y vimos que en frente había una especie de entrada con un camino que conducía a los templos. Al pasar dicha entrada, una mujer de cincuenta y tantos nos preguntó si queríamos algo de fruta: “No, Thank you” respondimos amablemente con una sonrisa en la cara y sin venir a cuento, la mujer, empezó a hacernos burla cambiando su tono de voz a uno más agudo y repitiendo lo mismo que le dijimos una y otra vez. ¡No te jode! Son vacilonas hasta la mujeres mayores, la próxima vez la mandamos a la mierda directamente.

Paseamos por ese camino, hacia el infierno o por lo menos tenía que estar cerca. El calor nos chafaba y no había ni una puñetera sombra en la que refrescarse. Cuando llegamos al templo, sudando y cansados nos dimos cuenta de que había otro acceso por el que podíamos haber llegado sentaditos en el coche. El hombre que nos recibió nos explicó un poco lo que íbamos a ver y el camino que teníamos que recorrer pues en algunas zonas el turista no podía pasar. No se podía entrar al templo con pantalones cortos y aunque yo no llevaba y Tania tenía un pañuelo que lo suele usar para entrar en sitios así en los que no puedes ir con las piernas descubiertas pero no era suficiente y él nos dejó una tela llamada “Sharón” que realmente nos quiso alquilar pero que al final por no tener cambio nos lo dejó más barato.

Nos acompañó un poco por los primeros templos señalándonos los sitios donde podíamos y los que no podíamos ver.

El sitio era muy bonito, los templos hechos de roca volcánica, oscura, dificultaban ver bien el detalle de las columnas y puertas, pero no dejaba de ser bonito.

Aquí en Bali es donde más feligreses y templos hemos visto y no me refiero a templos como los que estábamos visitando sino de todo tipo, hasta caseros. En cada esquina o rincón un mini templo y cada día ves a una ofrenda puesta en cada uno y en cada puerta de negocio o casa. Según supimos más tarde, la puesta de las ofrendas diarias se van turnando entre las familias de la zona o barrio, es decir, durante cierto tiempo una familia se encarga de hacer una especie de platito grapando hojas de árbol y poniendo en él cosas como, una galletita dulce y/o salada, un cigarrillo, una chocolatina, alguna otra cosa para comer, una moneda y un incienso. Según en qué sitio se ven más o menos pero hemos visto hasta dentro de una librería en un centro comercial. Lo más gracioso de todo es que algunos animales como gatos o ardillas encuentran en estas ofrendas un desayuno diario.

El templo que estábamos visitando, como muchos de ellos, está mirando al mar y este concretamente lo hacía desde lo alto haciéndonos disfrutar de unas buenas vistas.

Después devolvimos el “Sharón” volvimos por el mismo camino hasta el coche y fue entonces cuando se nos acercó un señor de la acera contraria para decirnos que teníamos que pagar el parking que estaba en el lado opuesto de donde habíamos aparcado el coche, que, qué valiente parking por cierto un ensanchamiento de esa zona de la carretera en la que cabían tres vehículos, pero que por supuesto no pagamos. Nos hemos dado cuenta de que no ven a una persona sino a un billete con patas y gafas de sol.

Al sentarme en el coche me sentí bastante cansado pero supuse que era por el calor que cansa a todo el mundo y continuamos la marcha. Decidimos pues ir a visitar unas cascadas. No tardamos mucho en encontrar el camino y flipar con la vegetación y la carretera que se empinaba vertiginosamente y por donde, en teoría, debían caber de vez en cuando dos vehículos. En un momento dado me tuve que salir lo más posible de la carretera para que pudieran pasar tres camiones de obra llenos de turistas puestos de pie en la zona de carga. Paramos un segundo para estirar las patas y nos encontramos con un perrillo que estaba hecho polvo por culpa de la sarna y de vete tú a saber de qué más. Se nos acercaba con miedo para que le diéramos de comer, pero no teníamos nada. Le llamamos cariñosamente, “Sarni”, pobrecillo. Lo de ver tantos perrillos por todos lados y ponerles nombre, empezando por “Cosy” y acabando por este, ha despertado en Tania un gusto por ellos que nunca había tenido, hasta estamos pensando en coger uno cuando volvamos a España.

Llegamos a un pueblito de pocas casas y en una de ellas llevaban el registro de la gente que venía a ver las cascadas, nos indicaron el camino de bajada y nos acompañó un niño sin saber muy bien porqué.

Un kilómetro de bajada, entre árboles, arbustos y maleza nos esperaba, con el calor y la humedad típicos de una selva (hemos visto mucho “El Último Superviviente”), con un surtido muy variado de bichos donde abundaba un mosquito negro con manchas blancas que nos incomodó un poco, porque le identificamos como el del Dengue, Aestes Aenofeles  y que nos picó un par de veces. Para nuestra tranquilidad, tiempo después, leímos que el que suele pasar la enfermedad se encuentra en núcleos urbanos, que son “territoriales” (no se alejan más de cien metros de su zona) y si lo contagian es porque hayan picado a otra persona que sea portadora de dicha enfermedad por lo cual la probabilidad de contraerla es bastante remota. Pero en ese momento no sabíamos tanto acerca del jodido bicho ese y la idea de estar mucho tiempo ahí no nos hacía mucha gracia. Llegamos, con sudor hasta entre los dedos de los pies y tembleque de piernas de tanta tensión en ellas al bajar, pero llegamos y la cascada estaba ahí, no estaba mal pero después del esfuerzo pensábamos, sobretodo yo, que iba a ser más grande. Tiramos unas fotos mientras nuestro niño-guía se bañaba un rato.

La subida si que fue un horror y si antes a medio bajar nos sudaba el “entrededo” ahora a medio subir, nos salían gotas hasta por la uñas. Menuda paliza, hasta el niño estaba destrozado. Tania, un tanto agobiada, a mitad de camino dijo: ”Juan, yo no puedo… llama a la Guardia Civil…”, “Venga mujer, que no queda nada” le dije mientras pensaba: “Joder lo que nos queda. A los GEOS voy a llamar… se me está a punto de salir el corazón del pecho”. Al llegar al coche, pusimos el aire acondicionado y eso fue lo que me mató del todo. Una vez en el hotel, por la tarde, después de una siestecilla me levanté algo chungo. Treinta y ocho grados de fiebre me invadieron después de una corta siesta. Un día después el trancazo era más que oficial. La gente suele decir: “no te quejes que al menos estás enfermo a tomar por saco de España en un lugar cojonudo”, pero es que precisamente estar lejos de casa en donde hay tantas cosas que hacer y no poder hacerlas es peor que estar enfermo en casa en donde te da un poco igual si estás una semana en la cama. Me tomé una pastilla del súper-botiquín que habíamos llevado para ver si me bajaba y ese día lo pasamos de relax. Amanecimos en un lluvioso día en el que las olas estaban aún más grandes. La fiebre por la mañana despertó conmigo y pensamos ir al médico, la paranoia del Denge estaba presente, pero Tania supo tranquilizarme buscando sus síntomas en internet y fue ahí cuando aprendimos lo explicado antes. “Si fuese eso, tendrías fiebre de cuarenta para arriba, pero de todas formas vamos al médico” dijo Tania. Los médicos de ese pueblo eran escasos y a parte no sabían hablar inglés, así que decidimos coger el coche e irnos a una localidad que estaba más al norte, era más turística y los médicos estaban acostumbrados a tratar con ellos.