Nuestros Viajes

Nusa Lembogan

Nos comimos un atasco tonto por culpa de un camión de basura y por que allí la gente deja el coche aparcado donde le sale de los mismísimos y es entonces cuando impera la ley del más fuerte, la de quién ha llegado antes o la del más listillo. Todo el mundo va a saco, hasta las motos, que son un peligro. Si tienes el coche más grande pasas el primero, siempre y cuando el coche más pequeño y más rápido no se haya metido antes y todo esto aunque sea dirección contraria… un caos. Aparecimos en la autopista (sólo hay una, bastante grande) a treinta minutos antes de la salida del barco y desde donde nos encontrábamos hasta Sanur, habíamos tardado cuarenta minutos el día anterior. Exprimí un poco el Katana y respondió bien, llegamos justo a tiempo tras volver a pagar la entrada al parking de la playa y dejar el coche bien puesto a la sombra. “You go Lembogan?” asentimos con la cabeza a ese hombre entrado en carnes que nos gritaba desde lejos con un inglés atarzanado, “go go, leave now, pay me, pay me”. Le pagamos sobre la marcha y subimos al barco.

Salimos a la misma hora que el “fastboat” que era más caro y que tardaba menos, pero no me extraña que tarde menos iba en línea recta, mientras que el nuestro bordeaba la costa y daba una vuelta muy rara. El barco estaba lleno de bidones de queroseno, que se los chupó en una hora y media como un polaco bebiendo chupitos de Vodka. También transportaba baldosas, botellas de gas butano, manzanas japonesas y unos cuantos guiris. Llevábamos lo justo para sólo una noche más la tabla de surf por lo que podíamos andar tranquilamente un rato hasta encontrar un hotel que nos gustase, pero hacía mucho calor y tras visitar cuatro y ver que ninguno se bajaba del carro con los precios, nos quedamos en el que más nos gustó. Era un pedazo de Bungalow estupendo.

Nada más entrar desde el jardín, nos encontramos con un baño sin techo, una ducha con cantos rodados en el suelo y el agua salía de un caño de bambú, con una presión de narices, cosa que agradecimos mucho pues la mayor parte de las duchas tenían poca presión, ésta, hasta nos daba un masajito.

A la izquierda teníamos unas escaleras de madera que subían al dormitorio con terraza. Todo muy nuevo y la cama dura y cómoda. Nos dio rabia estar sólo una noche pero tampoco podíamos estar más, le habíamos dicho al del hotel de Ubud que nos guardase el equipaje durante ese tiempo.

La playa era increíble, de arena blanca y aguas cristalinas, estas estaban mansas en marea baja pues las olas se quedaban en el arrecife de coral a medio kilómetro de distancia de la orilla. Desde la playa divisamos unas manchas rectangulares de color negro dentro del agua y Tania cayó en que eran cultivos de algas.

Obviamente nos pusimos los bañadores, cogimos las mascaras (bueno, la máscara, la mía la tuve que tirar porque me destrozaban la cara y el tubo no servía de nada, es lo que tiene comprar muy barato). Con las prisas nos dejamos la cámara, menos mal que siempre llevo en el bolsillo la GoPro (la otra que uso para surfear), no da tan buenos resultados pero bueno. Sinceramente lo del cultivo de algas fue muy interesante.

Los tenían dispuestos como parcelas privadas y consistían en un montón de palos clavados al suelo formando un rectángulo y unidos entre sí por un entramado de cuerdas muy tensas y en ellas es donde dejan “enganchadas” las algas hasta el momento de su recolección. Por lo general las recogían todos los días a marea baja, que era cuando salían de sus casas los “algueros” (que no “nalgueros” cultivan algas, no nalgas) y paseando entre las parcelas iban cogiendo y echando las algas a un bote alargado que lo manejaba un compañero con un largo palo al estilo gondolero.

Los cultivos era de diversos tipos de algas, rojas, pardas, amarillas o una mezcla de dos y aunque las fotos no hicieron justicia en ese momento al día siguiente teníamos pensado meternos otra vez con la cámara buena.

El calor empezaba a pegar duro, la crema solar ya había perdido su protección y notábamos en la piel el picor del sol. Era tiempo de comer, pero no sin antes meternos un ratito en la piscina que tenía una parte en sombra gracias a unas palmerillas. Comimos y nos echamos un rato.

En la guía recomendaban dar un paseo de dos horas para cruzar la isla e ir a ver un puente que unía Lembogan con la isla que tenía justo detrás. Marcaban las cinco en el reloj, en hora y media el sol se pondría pero pensé que tendríamos tiempo de dar una vuelta si alquilábamos unas bicis, nos habían comentado que tan sólo tardaríamos una hora en ir y volver. De modo que las alquilamos y nos fuimos. Todo empezó bien, salimos del pueblo y nos metimos de lleno en un bosque muy frondoso, pero la isla, pese a que no era muy larga ni muy alta, se empinaba de repente y el calor no ayudaba a hacer la subida más llevadera. Nos pasaron un par de motos con extranjeros que se sonreían al vernos subir empujando las bicis, sudando la gota gorda y escurriéndome con las chanclas. A mi no me hacía tanta gracia pero les devolví la sonrisa. Al llegar a la “cima” nos topamos con dos caminos, preguntamos y nos dijeron que ambos llegaban al puente y que él iría por la izquierda. Pues el tío o era tonto o un cabrón, nos dijo el camino más largo. El que también era un tanto cabrón fue el que nos dijo que una hora ir y volver, a la hora encontrábamos el dichoso puente y qué desilusión. Bueno, estaba bien pero nosotros nos imaginábamos un puente colgante al estilo Indiana Jones, hasta me había llevado el sable para cortarlo.

Cruzamos a la otra isla y tiramos un par de fotos de la puesta de sol… pero esta nos recordó que no teníamos linterna para el camino de vuelta y, aunque no había pérdida alguna, no nos hacía gracia estar por ahí al caer el sol.

Estábamos secos, y pillamos una botella de agua enorme en un puestecillo al lado del puente. Ahí también me habría venido bien el sable de Indi pues el dependiente y sus colegas que estaban ahí tirados se pusieron un tanto vacilones. Decidimos volver por el lado contrario al que vinimos, pues creíamos que sería más corto, y lo habría sido, de no habernos equivocado de camino en el siguiente cruce que nos encontramos (cosa curiosa, encontrar un cruce y perdernos). Como tampoco sabíamos el nombre de la zona en la que estábamos (si, somos así de felices), no sabíamos por donde debíamos preguntar y nos referíamos a ella como “The big beach” confiando en que no pensaran que preguntábamos por “La gran zorra” (bitch, zorra y beach, playa). Seguimos unas indicaciones que señalaban a una playa y al llegar, nos pareció realmente bonita aunque no era donde teníamos pensado llegar, de modo que vuelta atrás y de nuevo otras opciones. Por la que vinimos, la de la playa y dos incógnitas. Vimos a una china en moto y tras casi caerse le hicimos la pregunta. Nos miró como si le estuviéramos hablando en chino… o mejor dicho, en español. ”Sorry i don´t know, just arrive today” lo que viene siendo un “ni zorra” en plan bien. Tiramos por una de esas dos, por la que no se dirigió la china no fuese a ser que nos atropellase. Empezaba a no verse un “cagao” y la aventura perdía su gracia y para colmo la chancla izquierda se me rompió en una mini subida, la arreglé, pero a escasos metros se fastidió de nuevo (buen arreglo) y de nuevo la arreglé. Tania se puso nerviosa y con cierta y lógica preocupación. Yo estaba más o menos igual pero con uno ya valía. Una luz nos iluminó por la espalda y le hice señas para que se detuviera. Era un chico joven que se prestó a servirnos de linterna con el faro de su moto y encaminarnos hasta un cruce e indicarnos el camino. Para mí que pensó: “mierda guiris, en una isla de veinticinco metros cuadrados y ocho carreteras, van y se pierden”. Aunque realmente no estábamos perdidos. Lo más jodido eran la luz y la chancla, que tuve que ir a ratos con y otros sin, lo que conlleva alguna piedrecita cabrona o que se me clavara el pedal. Nos dejó en la carretera principal y continuamos con las luces del pueblito que cruzaba, hasta que lo pasamos. Madre mía que liada más tonta por pensar que nos daba tiempo, en ese momento no se veía nada y aún así pasó algún gracioso en coche gritando: “lights”, no te fastidia, ni que lo estuviéramos haciendo adrede. No podíamos continuar así y encima con la fobia a los bosques oscuros que tiene Tania (cada uno la suya, yo a aglomeraciones de gente y ella esa). De todas formas lo estaba llevando bien, sólo tubo un arrebato de ira y tiró la bici a la cuneta. La única solución que se me ocurrió era volver al pueblo pasado y ver si algún buen samaritano nos dejaba una linterna o nos acercaba en su coche. Pero no tuvimos que retroceder, el samaritano apareció montado en una moto, que al vernos parados en la cuneta nos dijo algo que vino a ser lo siguiente: “Pero almas de cántaro, ¿qué hacéis ahí parados y sin luces?…anda… tirar pa´lante que es para correros a gorrazos hasta Bali”. Y de este modo fuimos poco a poco subiendo y bajando cuestas hasta dar con la calle de entrada al pueblo. Nos deshicimos en agradecimientos y tiramos hacia nuestro precioso bungalow para refrescarnos con un buen zumo de frutas, comer algo e irnos a la cama. Menos mal que estas aventuras contadas y recordadas al tiempo suenan bien, porque en su momento las risas no se las ves por ningún lado.

Dormíamos plácidamente en aquella espectacular cama cuando un pequeño rayo de sol que se colaba entre las cortinas de la ventana iluminó parte de mi cara, haciendo que mi cuerpo aún dormido supiera que ya era de día. Mi sueño se vio interrumpido por un nervio que me empezaba en el estómago y se radiaba a todo el cuerpo. Abrí un ojo, después el otro, me puse en pie me vestí rápidamente y me fui a la playa a ver cómo estaban las olas.

Todavía era pronto, el punto de marea perfecto sería en una hora, mejor aún, así me dio tiempo a despertar a Tania, desayunar y estar listo del todo para entrar. Anduve un poco por la playa sin quitarle ojo al pico, no parecía que hubiera mucha gente pero el nervio en mi estómago no se me iría hasta pillar la primera ola, como siempre. El sol pegaba fuerte y la remada hasta allí era de cuarto de hora como mínimo, menos mal que la licra y la crema me protegían del sol. Unas siete personas estaban en el pico ávidos, como yo, de tener una buena sesión de surf. El agua en esa zona estaba un poco más fresca, cosa que agradecí después de la caminata hasta allí. Estaba limpia y cristalina y me dejaba ver bien el fondo, un coral multicolor se extendía por las profundidades. Nunca había surfeado en un sitio así y estaba un poco nervioso.

Llegó la serie, la primera ola era la más pequeña y el resto, tenían un buen tamaño y abrían todas de derechas. No son las que más disfruto pero no me quedaba otra. Me posicioné sin dejar de mirar la ola buscando donde estaba el pico y tras comprobar que nadie la cogía me lancé con fuerza y decisión. Aunque por mi izquierda viniera rompiendo con rabia, la ola me permitió ponerme en pie con tranquilidad. Me asombré con la rapidez con la que lo hice y con la buena posición de mi cuerpo, supongo que fueron las ganas que tenía de volver a sentir la tabla bajo mis pies después del catarro. La bajé recto para coger velocidad y me acordé de un consejo que me dieron para coger las olas a contra mano. Giré los brazos, el torso y la cabeza en dirección a la cresta de la ola y haciendo un poco de fuerza en el pie de atrás subí rápidamente describiendo una curva perfecta en la base de la ola y dejando una estela de agua. Al llegar arriba hice lo mismo en el otro sentido y me salió un buen giro, pero la ola continuaba y yo tenía ganas de más. Hasta cuatro giros conseguí enlazar en la misma ola. No me lo podía creer, con qué sonrisa volví al pico con ganas de más. Tres horas después el cuerpo ya no me respondía bien, no había parado en todo el baño, las piernas me temblaban. Me encanta esa sensación de estar hecho polvo de tanto surfear. Fue un baño perfecto en unas condiciones perfectas y con unas olas perfectas. Lo único que lo estropeó un poco fue la llegada de unos siete locales que no dejaban coger olas a nadie. Menos mal que eso ya fue al final y cogiendo una pequeña me salí…bueno, me encaminé a la playa porque me costó salir el doble de lo que me costó entrar. Durante el baño no tuve en cuenta la remada de salida y se me hizo eterno.

El resto del día hasta que saliera el barco de nuevo para Bali lo pasamos tirados por las tumbonas, en la piscina, haciendo fotos a los cultivos de algas con la cámara buena o sentados en un columpio doble mirando al mar.


La verdad es que nos hubiéramos quedado unos cuantos días más pero debíamos volver a Ubud. El speedboat salía a las tres de la tarde y nos divertimos mucho con los salpicones y los botes que iba pegando al pasar una zona donde el mar estaba más picado de lo normal.

El trayecto fue realmente rápido, en una media hora nos dejó en Sanur, cogimos el coche, que seguía en su sitio y volvimos a Ubud.

Por fin descubrimos un sito de Bali que nos había gustado y sorprendido gratamente en todos los sentidos y al que queremos volver en un futuro espero que no muy tarde.

1 comentario

  1. Marta y Adri

    Q sorpresa ver que sigues escribiendo! Vaya fotos, vaya lugar,vaya envidia y vaya putada perderse en una isla tan pequeña y de noche. Yo lo primero que he pensado es…y no les comieron los mosquitos?? Id haciendo 1selección, porque tendréis miles de fotos, y traedlas, vale? Que me muero de ganas de verlas. Oye y vistéis a vuestros amigos otra vez? Al de la boda!
    Bsts

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