Cuando Tania se levantó de la cama e intentó articular palabra, la voz no le salió, el resfriado le había dejado afónica – “Juan no puedo hablar, no tengo voz” – Susurraba Tania con dificultad – “¡Por fin!” – bromeaba Juan – “Qué malo” – Contestaba Tania a duras penas.
Después de desayunar y preparar las mochilas, bajaron a por un taxi que les acercara a la estación de bus para coger el que les llevaría a la antigua capital de Mongolia, Karkorín.
La mujer de la Guest House, Gaya, les había dicho por teléfono hasta el color de bus que debían coger para llegar hasta su pueblo natal, dónde ella misma les recogería a la llegada. El trayecto hasta allí fue bastante rápido, incluso con la parada a mitad de camino en un pequeño pueblo o, más bien dicho, unas cuatro casas en medio de la nada, pero con mucho encanto y un cielo espectacular.
Ya en Karkorin, en lo que una explanada de tierra hacía las veces de estación de autobús, se acercó un coche un tanto destartalado con una sonriente y oronda conductora, Gaya. No sabían cómo pero, les reconoció al instante, aunque tampoco le costaría mucho, pues eran los únicos extranjeros que bajaron de ese autobús.
El camino hasta la Guest House transcurrió pasando por unas calles vacías y olvidadas por el tiempo. El sol, ocultándose tímidamente por el oeste, enrojecía la nube polvorienta que el coche de Gaya iba dejando a su paso. Algún que otro perro perdido persiguió durante un rato el vehículo hasta que cesó en su empeño inútil por alcanzarlo.
La Guest estaba alejada de lo que se suponía era el centro. Gaya lo tenía bien montado tras largos años en el negocio. Dentro de un amplio terreno vallado, se encontraba una casa donde vivía ella con su familia.
Unos metros en frente de ésta había un edificio de dos plantas en el que, a ambos lados del pasillo de entrada que daba a un amplio salón y una cocina, estaban las habitaciones y el baño.
A parte de la posibilidad de dormir en las habitaciones, también se podía hacer en unos Gers que había entre los dos edificios; pero dada la fría experiencia de Terelji, que Tania aún no se encontraba del todo bien y que Juan empezaba a caer en manos de un resfriado, la idea de la tienda nómada no les sedujo mucho.
“…Oh I feel very tired…” – Al fondo del pasillo, en el salón, se oía una voz que les resultó familiar. “No te quejes tanto Jesús” – Dijo Juan sonriendo cuando al entrar a la sala se encontraron con éste hablando con dos chicas alemanas y un coreano – “¡Ey! llegasteis!” – Se alegraba Jesús al verles. Sólo se habían visto una vez en Rusia y habían mantenido el contacto por mensajes con la intención de volverse a encontrar en algún momento y al fin lo habían conseguido. Era curiosa la sensación de alegría que mostraban los tres sin apenas conocerse, pero en un viaje como el que estaban, todo es mucho más intenso que en el día a día en tu zona de confort. Estuvieron un rato poniéndose al día de lo que había hecho cada uno; ellos lo del visado y él, moverse a dedo hasta allí y hacer un trekking de dos días a caballo por los alrededores con la gente con la que estaba hablando.
Entre todos los que estaban allí, también había una familia filipina que, curiosamente, Tania recordó haberles visto en el mismo hotel de Ulan Bator. También había un japonés llamado Sho, que tenía dos semanas de vacaciones, chapurreaba español mejor de lo que decía pues estuvo viviendo unos meses en México y con el que se llevaron bien desde el primer contacto. Todos hablaban animadamente, como si se conocieran de siempre, cuando Gaya les interrumpió educadamente para servirles la cena, cosa que agradecieron, pues sus tripas llevaban tiempo rugiendo con fuerza.
“¿Son ustedes también españoles?” – Les preguntó una joven argentina que apareció también para cenar. Ella llevaba un par de días en Karkorin con su ¿marido? o eso le pareció entender a Juan. Aquel día, el marido, se había ido a primera hora del día a un festival Chamánico y, a las diez de la noche, aún no había vuelto. Cuando ya recogía una mujer los platos vacíos de los tres, un chico de unos “veinti-largos» años, alto, hippie y francés hasta la médula, entraba por la puerta con cara de relajación, era la pareja de la argentina. Les estuvo contando a todos que el festival había estado muy interesante y que la comunidad Chamánica que lo organizaba, “acogió”, a todos los que quisieran ver cómo era aquello por un módico precio que incluía la comida – “Mañana también hay festival así que quien quierja venirj sólo pagajría un día”. Todos los allí presentes se miraron intrigados, Jesús y su grupo empezaron a hablar entre ellos, al igual que Tania, Juan y Sho. Al final de la velada, todos los allí presentes quedaron en ir al festival cuyo programa prometía ser, cuanto menos curioso; con música local, bailes, masajes y hasta unas mini olimpiadas Mongolas llamadas “Nadam”.
Antes de irse a dormir, Gaya se acercó a Tania para decirle que en la Guest House había una doctora de medicina tradicional china. Siguieron a Gaya hasta la habitación de esa señora que pasaba los sesenta. Muy amablemente, le estuvo preguntando a Tania cual eran los síntomas del resfriado que tenía. Metió la cabeza en un bolso negro del que empezó a sacar sobres pequeños de distintos colores todos hechos de hierbas, les dio unos cuantos y, aunque ellos insistieron en pagárselos, ella no les cogió ni una moneda.
A las ocho y dos de la mañana, todos, con los ojos medio cerrados, disfrutaban de un café, pastas, tostadas y cereales que Gaya les había puesto sobre la mesa.
Pese al haber dormido en una cama cómoda y bien tapados, la noche había sido fría y mientras Tania se encontraba algo mejor, Juan empezaba a sentirse congestionado. – “¡Let´s go guys! mi hermano está listo para llevarles” – Les dijo Gaya cuando estaban a punto de dar las nueve. Su hermano tenía una furgoneta cuatro por cuatro y les iba a acercar al festival, pero como eran muchos tuvieron que ir en dos vehículos.
Cruzaron el pueblo de este a oeste en un visto y no visto y, cuando transitaban por una carretera recién asfaltada, el hermano de Gaya dio un volantazo a la izquierda y se metieron por un pequeño camino de cabras irregular, con mucho bache, piedras, riachuelos pero sobretodo, divertido. Después de unos largos y entretenidos minutos de camino, al fondo de la gran estepa mongola, se empezaron a divisar las siluetas de unas pequeñas edificaciones que poco a poco se fueron haciendo más y más. Llegaban al asentamiento Chamánico. El hermano aparcó al lado de otros coches, en frente de una valla baja que cercaba una parcela con una estancia enorme en el centro y unos cuantos Gers a su derecha. Bajaron y tan sólo la estampa de la estepa Mongola ya les cautivo. Ese terreno llano que se extendía hasta las montadas dibujas en el horizonte, aquel cielo tan azul decorado por unas cuantas nubes dispersas y ese aire puro que se respiraba, era de admirar, nunca habían visto algo semejante y tan puro.
– “Good mogning!!” – Una mujer occidental, para ser exactos, escuchando su acento, francesa, se les acercaba sonriente vestida con lo que, a los ojos de Tania, parecía un edredón de abuela de los años ochenta de color rosa palo que, en realidad, era un abrigo tradicional mongol y parecía muy calentito.
Les invitó a seguirla unos metros más allá, dejando a su espalda el terreno vallado para hacerles sentar en unos bancos y sillas dispuestos en círculo que haría de escenario para el evento.
Poco a poco el círculo se fue completando con la llegada de los filipinos y más gente, tanto mongoles de la comunidad Chamánica, como otros turistas interesados en el festival que se calentaban bajo el mismo tipo de abrigo que la francesa y que venían de una ruta de religiones de Mongolia. Se fueron acomodando poco a poco en el suelo cuando ya no había más sillas en las que sentarse.
El círculo tenía en el centro dos banderas en un palo clavado al suelo; una era la de Mongolia y la otra tenía unas letras negras en mongol sobre una tela blanca. En la parte oeste del círculo, bajo una carpa de lona abierta, había una mesa con un montón de frutas y varios tipos de dulces mongoles.
Todo ello estaba allí como ofrenda para los Chamanes,
los cuales, se sentaron en tres grupos de tres dispuestos estratégicamente en el círculo en lo que serían los vértices de un triángulo invisible que serviría de protección para todos los allí reunidos, no solo de factores externos sino, de los propios pensamientos negativos que pudieran surgir en las mentes de los presentes durante aquella ceremonia o eso les había explicado la francesa.
Los nueve Chamanes tenían diferentes edades y entre ellos había mujeres y hombres.
Vestían unas pesadas casacas de cuero hasta los tobillos, algunas de colores, rojos o azules pero apagados, que daban la sensación de desgastadas y viejas. Las casacas estaban decoradas con varios cascabeles cosidos y, desde los hombros hasta las espinillas, les colgaban lo que parecían unas rastas largas hechas de crin de caballo y cuero, algunas recubiertas de hilo de colores. Todo eso a grandes rasgos pues cada uno llevaba otro montón de artilugios adheridos a la tela, círculos de metal dorado, pieles, pañuelos de seda, huesos… Pero lo que les hacía tener un aspecto un tanto temeroso era la cabeza. La llevaban cubierta por una cinta ancha sobre la frente en la que algunos tenían unas estrellas pegadas y otros, lo que parecían unos ojos, una nariz y una boca. De la cinta hacia arriba salían unas largas y rectas plumas y, hacia abajo, cubriéndoles la cara hasta el pecho, otras rastas de color negro que, sin duda, nos les dejaban ver mucho y debían ser incómodas y de vez en cuando se podía ver a algún Chaman separándose las rastas de la cara. A parte de la indumentaria, todos llevaban un tambor, unos redondo y otros triangulares y de vez en cuando lo tocaban sin ningún tipo de orden o ritmo, pero con mucha gana.
Un hombre de la comunidad dio comienzo al festival con una presentación de lo que se iba a hacer, cuando hubo acabado, los presentes que sabían de qué iba todo, gritaron al unísono “Oreeeeeee” mientras hacían círculos en el aire con los brazos semi-extendidos hacia el frente con las palmas de sus manos hacia arriba.
Estos círculos se hacían de este a oeste siguiendo la dirección del sol. Tanto Tania como Juan y el resto de los extranjeros, con cara de incertidumbre, pero intrigados por todo aquello, imitaron los movimientos y gritaron “Oreeee” tantas veces como el resto de la gente hizo y, lo hicieron cada dos por tres.
Seguidamente empezaron una serie de bailes tradicionales efectuados por unos jóvenes y sonrientes mongoles a ritmo de cuatro músicos que, con sus instrumentos fabricados con crines y huesos de caballo, imitaban el galopar y el relinche de estos animales.
Cada vez que terminaban una canción la gente repetía el – “Oreeeeee” – con el movimiento de brazos. Entre canción y canción, los de la comunidad Chamánica repartieron algún aperitivo y una bebida un tanto peculiar, leche fermentada de yegua y, de nuevo, “Oreeeeee”.
Sho, Tania y Juan, con la taza en la mano, se miraron para ver quién era el primero que se lanzaba a probar ese mejunje que tanto gustaba a los Chamanes y que Tania olía con desconfianza. Las caras de los tres al tener ese líquido amargo cruzando sus gargantas fue un poema – “¡Mierda!” – exclamaba Juan que había sido el último en beber – “Es como…” – Se detenía mientras fruncía el ceño y abría y cerraba la boca repetidamente a la vez que frotaba sus dedos índice, corazón y pulgar tratando de buscarle el parecido a ese líquido blanco – “… ¡como leche con Champán!” – Susurraba con fuerza Tania y tosió por el esfuerzo hecho – “¡Exacto eso mismo!” – Contestaba Juan – “Da un poco de asco ¿no?” – Decía Sho mientras dejaba su vaso en el suelo con el gesto torcido. Un nuevo “Oreeeeeeee” salía a relucir. Después de “Orear”, sin derramar la leche, ellos hicieron lo mismo que Sho y dejaron las tazas en el suelo hasta que volvieron a pasar para recogerlas.
Tras los bailes empezaron las “olimpiadas” mongolas, el Nadam. Consistía en tres competiciones, lucha, tiro con arco y carrera de caballos, pero cada competición tenía su peculiaridad.
“Oreeeeeee”. Empezaron a aparecer mongoles de diferentes edades, pesos y alturas, que se fueron quitando sus ropajes hasta quedarse en un bañador de color azul con un dibujo blanco, una chaquetilla roja, unas botas como de cowboy y un gorro muy gracioso. “¿Os gustaría participar en la lucha?” – Les iba diciendo la francesa a todos los hombres extranjeros. Juan miró a los participantes mongoles y, viendo que la mayoría de ellos pesaban el doble que él o parecían duchos en ese arte, dijo – “Creo que no”. Jesús, Sho y los filipinos también prefirieron quedarse al margen, pero al joven coreano amigo de Jesús, sí que le pareció interesante participar, pero antes, había que ver cómo era esa lucha.
Cuatro hombres, que hacían de “representantes” de los luchadores, salieron al medio del círculo y, tras un largo y repetido “Oreeeeee” precedido de una presentación de la competición, cuatro mongoles se prepararon para salir dándose dos palmadas en los muslos, otra en los glúteos y una más, de nuevo en los muslos.
Cada uno se posicionó al lado de un representante poniendo su mano derecha en el hombro izquierdo de éste y, de nuevo, alguien habló en lo que Tania y Juan supusieron fue una presentación de los luchadores y la asignación de su contrincante, sin importar el peso, la edad o el tamaño de ninguno. Acabada la presentación, los luchadores, pasearon por delante de los representantes de izquierda a derecha y viceversa un par de veces, siempre dejando una mano encima de cualquiera de los hombros de los representantes que, les quitaban los gorros cuando pararon.
Tras dar una vuelta a la bandera con los brazos extendidos como si volaran en un avión, se enfrentaron a sus oponentes. La lucha consistía en agarrar y desestabilizar a su contrincante para que cayera o, por lo menos, pusiera una rodilla en el suelo.
Hubo peleas que fueron un poco más largas pero, por lo general, no duraron mucho, como aquella que enfrentó a un niño con un King Kong mongol.
El ganador, orgulloso y clasificado para la próxima pelea, daba otra vuelta a la bandera haciendo el avión y volvía hacia el perdedor, que debía pasar con la cabeza gacha por debajo de uno de los brazos levantados del ganador y recibir una palmada del mismo en el culo. Para finalizar toda la ceremonia del ganador, el representante debía volver a ponerle el gorro.
Estuvieron entrando y saliendo competidores mongoles un buen rato, hasta que los extranjeros se empezaron a animar lentamente y a morder el polvo rápidamente. El joven coreano salió de repente sin la camiseta, con el pecho por delante y la barbilla bien alta, con unos andares chulescos y muy seguro de sí mismo pero, por mucho que se moviera rápido para zafarse de los intentos de agarre de su oponente, nada tuvo que hacer en cuanto le consiguió agarrar y cayó de culo al polvoriento suelo. Ni siquiera los más corpulentos de los extranjeros pudieron eliminar a ningún mongol.
“Ey guys!! están montando carpas para dar masajes” – Les dijo Sho a Tania y Juan. La francesa, que parecía estar en todas partes al mismo tiempo, les apuntó en una lista para que les dieran un fortísimo, y en algunas ocasiones, doloroso pero, sobretodo, revitalizánte masaje mientras continuaba la lucha.
La segunda competición, tiro con arco, consistía en derribar con flechas, directamente o de rebote contra el suelo, tantos palos de madera como pudieran de los que se colocaban a una distancia de unos doscientos metros.
Todos los participantes, tanto hombres como mujeres, vestían con los trajes típicos de aquella disciplina.
Una mujer local vestida con un traje azul, muy corpulenta, que parecía tener la nariz hundida en la cara, lo que le hacía tener los pómulos muy salidos, empezó a explicar en qué consistía la prueba con un tono de voz muy profundo y con algún que otro sonido gutural. Tania, Sho y Juan la miraban tratando de entender algo de lo que decía acerca, pero fue totalmente inútil. Menos mal que llegó otra mujer a traducir lo que decía, pero como lo hizo en francés, tampoco les sirvió de mucho.
Ávidos de probar el tiro con arco en cuanto les dijeron que podían intentarlo, Jesús, Sho y Juan esperaron su turno detrás de los mongoles.
Después de la expectación, entre los adolescentes, causada en la competición, llegó el momento de probar.
“¡Wow! La he mandado a tomar por culo” – Exclamaba Jesús con una sonrisa de oreja a oreja después de lanzar la suya mejor de lo que había pensado que lo haría. Llegó el turno de Juan, que no atinaba a poner la flecha apoyada en la mano que sujetaba el arco sin que se le fuera hacia el exterior. Ante su falta de destreza, un local que hablaba español, le explicó como debía hacerlo. Al final lo consiguió y se fue contento con su disparo sintiéndose como un niño.
Cuando se quisieron dar cuenta, la ultima prueba del Nadam había empezado y se perdieron la salida de la carrera de caballos. La peculiaridad de esta prueba era que tanto los jinetes como los caballos no podían ser mayores de doce años, más concretamente, el caballo y el jinete, debían tener la misma edad. Con esta carrera, que para muchos de los chavales que participaban era la primera, se estrecharían los lazos entre caballo y jinete, crecerían juntos y serían uno hasta el final de sus días. Los participantes más jóvenes tenían cinco años y, para colmo, montaban a pelo.
Cuando la francesa les avisó de que la carrera, de unos cinco kilómetros, sin delimitar, estaba a punto de terminar, Tania se encontraba en su momento de masaje con el mismo hombre que le explicó a Juan cómo disparar la flecha y que no era precisamente ni poca cosa ni delicado a la hora de hacer el masaje, ya fuese hombre o mujer.
Juan y Sho llegaron a la línea de meta para ver la llegada de los jinetes pero como los participantes eran jóvenes inexpertos, llegaron todos con mucha separación entre ellos.
Lo gracioso, más que nada para los locales, que reían a carcajada limpia, fue ver llegar al último, el de cinco años, que no conseguía que el potrillo fuera donde él quería, hasta que, finalmente, cruzó la línea de meta bajo los vítores de los presentes.
Al final de esta prueba, tuvo lugar la entrega de medallas para las tres disciplinas.
Daban las tres y poco de la tarde y aún no habían acomido nada. Según parecía, la participación de extranjeros en el festival fue más de la esperada y la comida no fue suficiente para todos.
La francesa, de nuevo ella, les dijo que un coche estaba de camino desde el pueblo para traer algo de arroz.
Después de comer, hubo un tiempo muerto, un descanso de unas horas hasta que entrara un poco la noche y continuar con la parte final de la ceremonia.
El sol empezaba a bajar y el frío a subir, al igual que el viento que se colaba entre cada hebra de sus prendas y les hacía sentir más frío del que cabría suponer con el sol que aún había pero que ya no calentaba. Ese tiempo muerto se estaba haciendo un tanto incomodo. Entraron todos en la estancia que había dentro del campamento Chaman y decidieron acabar ahí su festival y volver a la Guest House de Gaya. Todo había sido muy interesante y al mismo tiempo cansado. Pero antes de irse, podían, si querían, reunirse, de uno en uno, con uno de los Chamanes que les esperaba sentado afuera. Les pareció curiosa la idea, pero ninguno sabía exactamente qué le podían preguntar o decir. “Podéis decijle cualquiej cosa…” – Les orientaba la francesa – “…los Chamanes son muy sabios y tienen la capacidad de estarj en contacto entrje este mundo físico y el mundo de los espíjitus y a trjavés de ellos saben del pasado, del prjesente y del futurjo”. Cuando acabó, se dio la vuelta para salir de la habitación pero justo en la puerta, se giró y añadió – “¡Ah! Cuando estéis con él, no le mirjéis fijamente a los ojos, aunque llevarjá la carja cubierjta y cuando acabéis de hablarj no le deis la espalda al irjos, ambas cosas son una falta de rjespeto”. Con muchas dudas en sus cabezas salieron al encuentro del Chaman, pero aún no estaba allí. Esperaron un rato sentados en el suelo y, de repente, el sonido de unos cascabeles por su derecha les indicó que estaba llegando. El Chaman apareció a paso lento y marcado, con su negro traje pesado y sonoro, su instrumento de percusión y acompañado de una traductora. Con tranquilidad, se sentó en el suelo a varios metros de donde estaban ellos. La traductora se sentó a su lado, le encendió un cigarro de tabaco negro y se lo pasó. Lo cogió con dos dedos, como el que coge un dardo, se lo acercó a la boca entre las rastas de cuero que le cubrían la cara y le dio dos profundas caladas. “No me extraña que hable con los espíritus, con esos canutos que se fuma…” – Susurró Juan intentando romper la tensión del momento; Tania trató de contener la risa entre sus dientes, así como Sho, que también le había escuchado. “Chicos, no tengo ni idea qué preguntarle” – Se preocupaba Jesús. “Nosotros tampoco tío, pero bueno, ya saldrá algo” – Contestaba Juan – “Oye, a mi no me dejes a solas con él que me da cosa” – Decía Tania – “Te iba a decir lo mismo” – Contestaba él levantando las cejas y apretando los labios. “Oye y si…” – Empezó a decir de nuevo Jesús, pero no terminó la frase. Al oír toser al Chaman se giró y todos le miraron frunciendo el ceño. Éste metió la mano derecha entre sus ropajes y sacó un cuchillo, más bien parecido a un machete y lo clavó a su diestra en el suelo, seguidamente dijo algo con una voz susurrante pero profunda y algo cascada y la traductora les miró y señaló con la vista al coreano que se acercó de la misma guisa que cuando salió al terreno de lucha y se sentó en el suelo muy recto. Al poco se puso en pie y se unió de nuevo al grupo. “Next, please” – Dijo la mujer que traducía al Chaman.
Jesús, sin pensárselo mucho pero tragando saliva, se levantó, se acercó y se sentó frente a él. El resto miraba con los ojos bien abiertos sin perder detalle. Estaban lo suficientemente lejos para no entender lo que Jesús ni la traductora decían pero no entendían como si que escuchaban, sin entender nada, las palabras que salían de la boca oculta del Chaman. En una de estas, Jesús agachó un poco la cabeza y cerró los ojos. El Chaman sacó una especie de baqueta corta de un mismo grosor, cogió su tambor y empezó a golpearlo a diestro y siniestro durante un rato. Todos miraban la escena con curiosidad y nadie decía nada. Cuando paró de tocar el tambor, Jesús empezó a articular palabras, luego la mujer, luego el Chaman, de nuevo la mujer y así durante unos minutos hasta que Jesús se levantó y, dándole la espalda a ambos, volvía a su sitio. – “¡Jesús! no le des la espalda” – Dijeron Juan y Tania, mientras Sho, la argentina y las alemanas le hacían gestos para que se girara – “¡Coño es verdad!” – Exclamó Jesús mientras se daba la vuelta sin parar de caminar. Por detrás de ellos, apareció un grupo de mongoles que se sentaron cerca de ellos en frente de otro Chaman que llegó unos minutos más tarde.
Cuando Sho estaba reunido con el suyo, el del otro grupo se puso de pie y empezó a tocar el tambor dando vueltas sobre sí mismo cada vez más y más rápido y a punto estuvo de perder el equilibrio y caer al suelo pero paró en seco, se sentó y se quedó quieto pensativo. Ese baile que se marcó el otro Chaman copó toda la atención de Tania y Juan y cuando volvieron a mirar al frente, Sho ya estaba de nuevo sentado a su lado y la traductora les miraba sonriente. Les tocaba a ellos. Tania se levantó y él la siguió mientras, mediante gestos, le preguntaba a la traductora si podían ir los dos a la vez; ella asintió – “Le voy a pedir salud, como estamos los dos un poco así ¿y tú?” – Le susurraba de camino Tania a Juan – “No sé, le voy a pedir su bendición, o algo así, para que sigamos tan bien como hasta ahora” – Tania le miró y asintió justo ya frente a él. Se sentaron a la vez que la traductora le servía al Chaman un vaso de leche de yegua que se bebió de sorbo en sorbo y entre calada y calada – “¡Buah! esa mezcla sí que tiene que colocar” – Pensó Juan para sí mismo. – “¿Qué os gustaría pedirle?” – Empezó la conversación la traductora – “La verdad es que estoy, bueno estamos, un poco resfriados y quería pedirle salud para mejorarnos” – Dijo Tania un poco nerviosa. La mujer tradujo – “¡Ho ho ho!” – Rió el Chaman como un Papá Noel afónico – “Nut su daiya, amet som gat…” – O algo así les pareció entender. El Chaman continuó hablando y a Juan le recordó un poco a la manera de hablar que tenía Jabba El Hut de la Guerra de las Galaxias. – “El Chaman dice que el clima en Mongolia es duro y que lo que tenéis que hacer es cuidar la alimentación y abrigaros bien” – Tania se quedó pensativa – “Sí que es sabio, si…” – Se dijo irónicamente – “…también, para lo que le he pedido, tampoco me va a decir algo que vaya más allá. Bueno, yo ya estoy, a ver que dice Juan” – Tanto la mujer como Tania le miraron expectantes – “Well…” – Carraspeó Juan y continuó – “…yo tan sólo… me gustaría que nos diera su bendición para que ella y yo tengamos una buena y larga vida juntos” – Tania le sonrió y giró la mirada hacia la mujer que empezaba a traducir. – “Ho Ho Ho Ho Ho” – Rió de nuevo el Chaman Noel. Calló para darle otro sorbo a la leche fermentada. Guardó silencio durante un momento y volvió a hablar como Jabba el Hut – “La vida siempre os va a poner trabas y piedras en el camino…” – Paró para beber de nuevo – “…Pero las podréis sortear si os mantenéis unidos y cuidáis el uno del otro como habéis venido haciendo hasta ahora, siempre, desde el respeto y el amor que os une”.
Juan asentía a la traductora cuando, sin darse cuenta, miró a esa cara tapada tras las rastas y, de entre esa oscuridad, atisbó el brillo en uno de sus ojos. EL Chaman también le miraba fijamente dándole la impresión de que le estuviera leyendo por dentro a través de ese ojo negro como el carbón con un punto de luz en el centro. El Chaman levantó de nuevo el cigarrillo que ya estaba tan consumido que casi tocaba la boquilla – “La chusta no disgusta ¿eh?” – Pensó Juan. El Chaman, esbozó una lenta, pero marcada sonrisa, ligeramente iluminada por un fugaz rayo de luz que se colaba entre las rastas y, dejando salir el humo de entre sus labios, mostrando sus ennegrecidos dientes, hizo que a Juan se le erizara el bello por un largo segundo. – “¿Queréis preguntarle algo más?” – Rompía el silencio la traductora, trayéndole de nuevo a la realidad. Juan, de vez en cuando, antes de levantarse e irse los dos por donde habían venido, lanzaba alguna que otra mirada buscando, sin éxito, los ojos y la sonrisa del Chaman, pero sólo halló la negrura de las sombras tras las rastas.
El coreano, las alemanas, Jesús, Sho, Tania y Juan se movían al son de los botes que pegaba la furgoneta cuatro por cuatro del hermano de Gaya que cruzaba velozmente la estepa mongola, dejando atrás el campamento Chamanico y los rojizos rayos de sol que se iban apoderando del cielo azul.
Cansados y duchados, cenaban todos con los recuerdos del día que habían pasado. “Oreeeeee” salía de la boca de alguno en algún momento y las risas fluían.
Ya que al día siguiente la mayor parte de ellos, salvo Tania y Juan, dejarían Karkorin para continuar su viaje por Mongolia, antes de irse a dormir se despidieron hasta la próxima vez que se vieran por ese país o por otro, como en el caso de Sho, que regresaba a Japón y, puesto que Tania y Juan tenían pensado ir por allí después de China, quedaron en avisarle cuando estuvieran por Tokio.
El día empezó pronto, estuvo lleno de cosas interesantes, el cansancio se iba apoderando de sus cuerpos y el catarro a Juan le estaba dejando planchado pero, aún así, ya calentitos bajo las mantas de la acogedora cama de su habitación, seguían bromeando con las risas y la forma de hablar del Chaman Noel Hut- “Ho ho ho… Nut su daiya…Han Solo… ” – Decía Juan imitándole… Cuando las risas acabaron y Tania cayó dormida, Juan, con la mirada perdida en el techo con los ojos entrecerrados, entró en ese estado de flotación justo antes de caer dormido en el que la mente está entre la realidad y el sueño y no pudo evitar pensar en esa mirada, en esa sonrisa y en esa sensación tan extraña que tuvo al sentir que el Chaman le leía por dentro, que le escuchaba, que le entendía sin hablar el mismo idioma y más aún, sin pronunciar palabra.
Jo, Juan, me ha encantado. El relato te atrapa y te transporta allí con una facilidad increíble. Las fotos son las mejores de este viaje… Vaya cielos!! Pues ya sabes la clave… Respeto al otro… Buena lección de Haba… Besetes
Oreeeee, ¡qué interesante! chicos, pero también fuisteis muy osados al ir a ese evento sin saber donde ibais. Como os dice Marta, es muy bueno tener empatía con los nativos. Ya nos extraña que no quisieras luchar con el gordo. Bueno, ya os queda poco de viaje, disfrutadlo. Muchos besos