Llegué al acantilado temprano. Tan sólo veía la serie de olas marcándose desde el horizonte sin ver como rompían en la orilla, pero no hacía falta, eso era más que suficiente para saber que me aguardaba una buena sesión. Llegué a la playa con la tabla bajo el brazo. El agua mojaba mis pies, estaba caliente, la licra sería más que suficiente. Me decidí a entrar, con nervios, con ganas, con un escalofrío que me recorría el cuerpo y erizaba mi piel. La sensación del agua a mi alrededor y el sentir la tabla bajo el pecho me hacían sonreír mientras remaba tranquilo, pero ansioso, hasta el solitario pico. Un pato más y pasaría la ultima ola hasta ocupar mi puesto. Tras descansar un minuto, me decidí a coger la siguiente. Remé con fuerza la ola, ya era mía, notaba su empuje, sólo me faltaba… despertarme de aquel sueño que se repetía alguna que otra noche y darme cuenta de que aún estábamos en Nepal. ¡¡¡Pero qué narices!!!, ya llegarían las playas y las olas, estábamos en Kathmandú e íbamos a asistir a una boda, hasta teníamos la invitación. Cada cosa a su tiempo, y era tiempo de levantarse de la cama y… salir corriendo al baño. ¡Vamos hombre, otra vez no! y menos ahora. Era obvio que la cena de la noche anterior me había sentado mal. Tras cuatro visitas en una hora a mi mejor amigo, decidimos Tania y yo cortar por lo sano. Fortasec al cuerpo y que sea lo que Dios (o por estos lares, Budha) quiera.
A las ocho y media de la mañana llegamos donde habíamos quedado con Shyam. Apareció a las nueve, es lo que tiene ser quien, en parte, organiza la boda.
Nos llevó a un bus con sus familiares y nos dirigimos a un barrio de Kathmandú donde habían alquilado un sitio especial para este tipo de ceremonias, con barra libre y espacio para bailar. En el recinto había enorme jardín con una piscina, una carpa donde había una banda tocando, unas mesas para comer y otras con la comida y bebida que nos servían los camareros. Daban las diez y algo y ya estaban comiendo garbanzos, arroz y salsas con una pinta de narices y que por supuesto ni caté.
Al igual que en la primera ceremonia a la que asistimos, nos trataron como si fuéramos de la familia, en todo momento atentos de nosotros, por si nos faltaba algo o por si estábamos bien.
Franck nos presentó a su madre, una mujer muy maja y que muchas veces nos hablaba en francés como si supiéramos, menos mal que Tania tiene buen oído para los idiomas y algo sacaba de lo que nos decía. Se ve que la pobre mujer se había enterado hacía un mes de que su hijo se iba a casar en Nepal. Franck estuvo guardando el secreto por razones que no llego a entender pero que respeto. La madre estaba alucinando con el país y sus costumbres, con la suciedad de sus calles y demás impactos típicos. Pero lo que estaba (estábamos) a punto de presenciar iba a ser también sorprendente.
Tras recibir y fotografiar a los tantos invitados por parte del novio, este y su madre se metieron en un coche para ir a la casa de la novia. Seguimos andando al coche un rato por las calles, precedido por la banda. Íbamos todos con el pegote de arroz y pintura roja en la frente, mientras los vecinos se asomaban al balcón para ver cómo desfilábamos.
Al rato subimos al bus, fuimos hasta el barrio de ella y cuando quedaba poco para llegar bajamos de nuevo y repetimos la procesión hasta el portal.
Allí, nos esperaban los amigos de ella, los familiares y los vecinos curiosos del barrio que no se querían perder el espectáculo y que me dificultaban el paso para sacar las fotos.
Al igual que la otra ceremonia, salió el padre, bendijo al novio y a la consuegra (que flipaba como nunca he visto flipar a una persona de su edad) y entramos en la casa…¡¡todos!! Bueno, los que cabían. Menudo agobio más tonto.
Estuvimos esperando un rato y nos fuimos a comer otro aperitivo a una azotea con buenas vistas y buena comida que tampoco caté…¡¡Qué rabia!!
Mientras bebíamos algo se me ocurrió la mala idea de hacerle una gracia a una niña. Estuve repitiéndola durante media hora hasta que Shyam, el salvador, nos llevó a otra sala para que comiéramos el plato fuerte, buffet libre, del que sólo probé el arroz blanco y mira que había cosas
Al rato volvimos a la casa de la novia donde esperaba Franck en una habitación, sin poder comer y sin verla hasta que ella aceptara todos los presentes en el salón. Cuando entré para retratar tal suceso me llevé una rara sorpresa. La novia se deshacía en llantos.
Llantos como si le estuvieran arrancando parte del corazón. Llantos con sofocos, como cuando lloramos de pequeños en un buena perreta. Nunca había visto llorar de esa manera y menos en una boda, ¿no se supone que es el día más feliz?. Se ve que en Nepal, para la mujer, es un día agridulce. Se casan con la felicidad que da estar con el hombre que aman pero con la tristeza de dejar a su familia. Es recibir con los brazos abiertos una nueva vida, pero dejan atrás la que han vivido con los suyos. ¿No pueden volver a ver a su familia?, pregunté. Claro que si, respondiome Shyam, pero ya no con la frecuencia con la que lo hacían y en este caso ella se va a Francia, por lo que les vera menos aún.
Y ahí me encontraba yo, mirando atónito la escena. ¿Cómo me iba a poner a sacar fotos a la novia con esas lágrimas? Pero cuando miré a mi alrededor había un montón de personas observando, sacando fotos con los móviles, hasta había un cámara de video. De modo que escondiéndome detrás del objetivo empecé a inmortalizar el momento.
Las lágrimas se alargaron cerca de una hora, incluso cuando entró el novio y se sentó a su lado para seguir la ceremonia. Frutas, dinero, legumbres y demás ofrendas pasaban por las manos de ambos para agradecerlas aunque ella lo hiciera llevada por él y su madre ya se encontraba como en trance.
El momento más triste llegó con la entrada del padre en el salón. Un hombre de sesenta y tantos años, de aspecto duro, tez oscura y profundas arrugas en el rostro, una cara curtida por la edad y la experiencia.
La madre, las amigas y todo aquel que tuviera relación directa con ella, acabaron llorando. La madre de Franck se tubo que salir con el estómago encogido, Tania también salió y a mí se me hizo un nudo en la garganta al ver al padre tener que salir de la habitación con unos lagrimones cruzando sus mejillas.
Más tarde nos explicaron que en cierto modo es todo una comedia. Con esto no quiero decir que no llorase de corazón si no que se entristece y se va metiendo en el papel hasta formar parte de él. Cuanto más llore, más es que quiere a su familia.
Tras acabar los menesteres en la casa, salimos de nuevo a la calle donde los músicos seguían tocando, parecían los del Titanic, y esquivando a todos los invitados, vecinos y curiosos volvimos al autobús y de ahí a la finca del principio donde sacamos más fotos de la parte final de la boda y volvimos a comer a eso de las siete de la tarde. Tiempo después, cansados, volvíamos al hotel deseando que el siguiente día de boda, la celebración, no fuese tan lacrimógeno y que estuviera mejor de mis asuntos estomacales.
Cualquier día de estos se despierta Tania contigo de pie en su espalda haciendo movimientos como si estuvieses manteniendo el equilibrio en una tabla…
Tienes que tener la cámara llena de la movida roja con arroz 🙂 Os vais a hacer unos expertos en bodas del mundo